Érase una vez un niño que
plantaba pensamientos cuadrados. Le encantaba ver su plantación y le encantaba la niña
que era su vecina.
Érase otra vez, en la misma
historia, una niña que dibujaba poesías. Le encantaba el desorden de las
sorpresas, y le encantaba el niño que era su vecino.
El niño creía que sólo le
gustaría a la niña si cuidaba bien su plantación de cuadrados. Por eso hacía un
gran esfuerzo para que ningún cuadrado creciera fuera de lugar.
A la niña le gustaba tanto
el niño que era su vecino, que no siquiera se fijaba en los cuadrados que él
plantaba. Sólo quería dibujarle poesías. Todo el día.
Un día, el niño se cansó de
plantar puros cuadrados y plantó un triángulo.
A la niña le encantó
aquella novedad en la plantación de cuadrados, y le pidió que le regalara el
triángulo. Él ató el triángulo con un listón rojo y se lo dio a la niña. A ella
le gustó todo: la sonrisa del niño, la carta que él le escribió, el triángulo,
el listón rojo y el moño extravagante que él hizo para que a ella le gustara.
Al día siguiente, él plantó
un montón de círculos, triángulos y rectángulos. La niña no tuvo que pedirlos.
El recogió muchas flores geométricas para darle a la niña que estaba encantada
de la vida con todo ese cariño.
N poco después, el niño
quiso plantar la libertad. Plantó un poco de todo. La organizada plantación se
volvió una selva maravillosa, sin orden alguno.
El niño no sentía necesidad
de darle ningún regalo a la niña que era su vecina. Sólo quería quedarse
mirándola. Sólo quería vivir.
Descubrió que no tenía que
plantar nada para gustarle a la niña que era su vecina. Sólo tenía que existir,
y sentir todo aquel buen sentimiento que sentía por ella. Descubrió que no
tenía que descubrir nada más. Que sólo precisaba dejar de precisar. Que podía
sentir, amar y ser. Como si todo estuviera pasando por primera vez.
Y aquí acaba esta historia
y comienza otra. Sí, a partir de aquí comienza la historia del niño y la niña
que respiraban poesía…
Jonas Ribeiro
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